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El Papa presidió este sábado las dos horas y media de una de las más largas ceremonias del catolicismo: la misa de la Vigilia Pascual, que durante dos horas y media pasó de las comentadas tinieblas que envolvieron a la basílica de San Pedro a la celebración de la resurrección de Cristo.
El pontífice argentino afrontó bien el esfuerzo, aunque su voz era más bien baja y en algunos momentos se lo vio cansado, mientras seis mil fieles y muchos cardenales, obispos y sacerdotes siguieron sus pocos pasos y sus exhortaciones preocupados por su salud.
El viernes a la noche, Francisco tras una ceremonia en la basílica de San Pedro decidió quedarse en el Vaticano para seguir el Vía Crucis en el Coliseo, donde las catorce estaciones del martirio de Cristo fueron por primera vez por el propio Papa.
Solo cinco minutos antes de su llegada al Coliseo se anunció que el pontífice había decidido estar ausente para cuidar mejor su salud en las ceremonias de la Vigilia del sábado y las ceremonias del domingo de Pascua, con una misa en San Pedro y un saludo “Urbi et Orbi” (a la ciudad de Roma y el mundo) que concluirán las celebraciones de la Semana Santa.
Un titular del diario La Stampa resumió la situación al señalar “el via Crucis del Papa frágil”.
«Pueblos destruidos por el mal y la injusticia»
Este sábado a la noche la Vigilia Pascual se vivió en una basílica a oscuras para recordar el luto de la muerte de Cristo. El Papa pidió en su homilía “que se aleje la desesperación para los pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia».
La larga celebración conmemoró la espera de la resurreccion de Jesús. El Papa participó de todos los ritos, habló en voz más bien baja pero fue claro y estuvo animado frente a los esfuerzos. En la homilía dijo que “a veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y las amarguras”.
Francisco los llamó “los escollos de la muerte”. Dijo que son todas las experiencias y situaciones que «nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante”.
Entre ellas citó “las muertes de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar”. Agregó “los muros del egoísmo, los fracasos y la indiferencia, que repelen el compromiso para construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre” y “todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra”.
Pero “Jesús es nuestra Pascua, aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de lo abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna”.
Bergoglio exhortó “a los pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires”, a que “en esta noche alejen a los cantores de la desesperación”.
La larga ceremonia, cargada de simbolismos, comenzó con la bendición del fuego en el atrio de la basílica y el encendido del cirio pascual. El Papa marcó la vela con la inscripción de la primera y la última letra del alfabeto griego -alfa y omega- que simbolizan que Dios es el principio y el fin.
A continuación se inició la procesión tradicional con la entrada de los concelebrantes en total silencio y a oscuras. Solo las velas estaban encendidas para representar la ausencia de luz tras la muerte de Cristo.
El diácono dijo tres veces la frase “Lumen Christi” (La luz de Cristo). Solo entonces se encendieron la luces de la basílica y comenzó la misa.
La vieja ceremonia sigue la tradición de los catacúmenos en los primeros años de la vida de la Iglesia. Los catacúmenos eran los adultos que aspiraban a convertirse al cristianismo. En la ceremonia de este sábado, respetando la antigua tradición, ocho adultos fueron bautizados por el Papa. Son de varias nacionalidades: cuatro italianos, dos coreanos, un japonés y un albanés.
te domingo de Pascua el Papa oficiará una misa en la basílica de San Pedro y luego se asomará a la logia principal del gran templo del Vaticano para dar la bendición “urbe et orbi”, a la ciudad de Roma y al mundo, frente a la multitud reunida que lo aclamará en la plaza de San Pedro al Vaticano.
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